A 25 años de la insurrección popular del 27 de Febrero de 1989

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por Gabriel de los Santos
Catorce días después de asumir la Presidencia de la República, Carlos Andrés Pérez se dirige a la nación -el 16 de febrero a las 5:30 de la tarde- para hacer el anuncio de las nuevas medidas y entre otras cosas afirmó que había encontrado ‘la botija vacía’. Habló de producir el ‘gran viraje’, refiriéndose a la necesidad del venezolano de cambiar sus hábitos de consumo, de la necesidad de modernizar al país y profundizar la democracia, y afirmó también que su programa de medidas haría crecer la economía de manera sostenida. Enumeró errores y omisiones del pasado y señaló el ‘frenesí exportador estimulado desde el Gobierno’. Fustigó la vieja y cómoda tradición de ‘tapar los huecos con remiendos’ y dijo que actuaría sin concesiones, aun cuando sus decisiones no fueran comprendidas” (1).
El paquetazo de CAP contemplaba, básicamente, liberación general de precios de bienes y servicios, con lo cual la inflación se duplicó, pasando del 40% al 81%, liberación de las importaciones, liberación de las tasas de interés, eliminación del control de cambio, aumento de los precios de los servicios públicos, aumento de un 100% del precio de la gasolina, reducción del tamaño del Estado y del gasto público a partir de la privatización de empresas estatales como la CANTV, entre otras, la congelación de los cargos en la administración pública y de los salarios, y la eliminación de subsidios. El premio que le otorgó el capital internacional al otrora reformista, devenido en obsecuente neoliberal, por sus diligentes servicios fue un nuevo crédito de U$ 4.500 millones para que pudiera echarle algo a la botija vacía. Lo que también echó CAP con su programa fondomonetarista fue gasolina sobre la recalentada paciencia de las masas.
Los días posteriores al anuncio de Pérez se produjo una verdadera orgía especulativa por parte de los capitalistas que se sintieron finalmente libres para subir precios y esconder productos a su antojo y sin ninguna supervisión por parte del Estado. Desaparecieron así, de un día para otro, la leche, el arroz, el café, el azúcar, el aceite comestible y la harina de maíz, entre otros. Con todo esto no hizo más que acelerarse el proceso molecular que venía haciendo crecer el malestar entre las masas empobrecidas, que veían impotentes como día a día su situación empeoraba, mientras en el otro extremo la burguesía ostentaba descaradamente su riqueza en bodas y fiestas faraónicas.
A lo anterior había que sumarle un sentimiento también creciente de desengaño con el hasta entonces popular Gocho, en quien habían depositado sus mejores esperanzas para que revirtiera su situación y, por el contrario, las había terminado traicionando. Esta mezcla explosiva acumulaba temperatura minuto a minuto y era evidente que en la sociedad se estaban incubando las condiciones para una nueva situación prerrevolucionaria. El domingo 26 de febrero el Ministerio de Energía y Minas anunció un aumento de 35% en los precios de la gasolina y de 30% en el transporte público para comenzar a aplicarse a partir de ese lunes 27, haciendo la salvedad que luego de 3 meses estos aumentos podrían llevarse al 100%. Al día siguiente, los capitalistas del transporte, en medio de la vorágine liberal desatada por el paquete de CAP, consideraron que un aumento del pasaje de 30% era muy poco y lo llevaron al 80%. Sería el grado de temperatura que faltaba para hacer estallar la paciencia del pueblo. Los trabajadores que en la madrugada de ese lunes hacían cola en las paradas de Guarenas y Guatire para subir a Caracas a cumplir su jornada laboral no soportaron más tanta humillación.
La protesta, pacífica en un comienzo, pronto se transformó en una explosión de ira que fue arrasando a su paso con vehículos y comercios. Contrariamente a lo que informaban los medios de la burguesía, que se trataba de hordas de delincuentes violentos, las masas no saquearon hospitales, ni dispensarios, ni escuelas, ni siquiera farmacias, sino que concentraron su acción sobre los comercios de los especuladores, de los que los estaban haciendo pasar hambre, sobre los bancos y las edificaciones policiales. Por cierto, que en muchos de los comercios saqueados se encontraron almacenadas grandes cantidades de productos de primera necesidad que estaban desaparecidos de los anaqueles. La chispa de Guarenas rápidamente se propagó por todas las ciudades del país como por una pradera seca. Hacia el mediodía la espontánea insurrección popular se había transformado en un tornado que sacudía de arriba abajo a Venezuela y ponía contra las cuerdas al sistema y a su gobierno burgués.
Desafortunadamente, después de tantos años de sistemática destrucción de cualquier tipo de organización popular, las masas no contaron con una dirección que unificara y guiara la insurrección hacia objetivos medianamente revolucionarios. Los trabajadores, por su parte, tampoco participaron organizadamente sino en carácter individual, diluidos entre las masas. Lo cual no era una sorpresa pues la principal central sindical de la época, la CTV, días antes había dado su apoyo a CAP a través de un documento aprobado mayoritariamente por su Comité Ejecutivo, en el cual “reconocía el derecho del gobierno de definir la política económica del país” (2). En pocas palabras, la burocracia sindical adeca le había dado carta blanca a Pérez para proceder con su paquete mientras ella se encargaba de desmovilizar a los trabajadores. Con todos estos ingredientes, el alzamiento popular estaba condenado de antemano a la derrota y a no pasar de ser una momentánea válvula de escape a tanta ira contenida.
Está claro que la burguesía y su gobierno fueron tomados por sorpresa por la acción espontánea del pueblo que durante un día completo hizo tambalear la institucionalidad del Estado burgués, inclusive rebasando la primera línea de su aparato represor. Sin embargo, ya para la noche del lunes 27 la burocracia gobernante, con el apoyo de los diferentes partidos de la burguesía, había tomado consciencia de la gravedad de la situación y, acicateada por la propia burguesía desde sus medios de difusión, se dispuso a responder con todo el poder represivo del Estado.
El Ministro de la Defensa aboga por la ejecución del Plan ‘Ávila’, que era así como se conocía al ‘Plan Operativo Vigente’. El mismo sería responsabilidad del Comando Estratégico del Ejército bajo la dirección del Gral. (Ej.) Manuel Heinz Azpurua, apoyado por el Regional 5 de la GN a las órdenes del Gral. (GN) Freddy Maya Cardona, la Policía Metropolitana (PM) y los organismos DISIP y Dirección de Inteligencia Militar (DIM). Mientras que la Policía Técnica Judicial (PTJ) continuaría realizando sus funciones” (3). Para preparar el terreno y garantizar la impunidad de los represores, los “demócratas” burgueses suspendieron las garantías constitucionales y decretaron la ley marcial.
En la madrugada del 28 de febrero el ejército profesional comenzó a movilizarse desde Fuerte Tiuna y a desplegarse por toda la ciudad. Estas fuerzas serían a su vez reforzadas con tropas traídas del interior del país. El despliegue fue tan grande que daba la impresión que lo que se preparaba era la defensa de la ciudad de una hipotética invasión extranjera. Pero no, no se organizaba ninguna defensa que no fuera la del capital. El aparato represor del Estado burgués tomaba posiciones para cumplir con su principal función: la protección de la propiedad privada de los capitalistas.
A partir de ese momento se desataría una represión indiscriminada y brutal contra las masas desarmadas, contra los pobres y explotados de la sociedad capitalista venezolana que duraría varios días y dejaría un saldo de unas 3.000 víctimas fatales entre muertos y desaparecidos. En aquella acción represiva quedaría reflejada mejor que en ninguna otra todo el odio de clase de la burguesía y sus representantes. Odio originado en el profundo miedo que siempre le han tenido al pueblo, ya que no sólo trataron de aplastar el alzamiento popular sino, principalmente, de dar un escarmiento ejemplar a las masas para que más nunca tuvieran la osadía de rebelarse. “El mensaje fue claro, era orden y advertencia: El 27 y 28 de febrero son sangriento espejo de cómo los gobernantes imponen el neoliberalismo. CAP impuso medidas empobrecedoras al pueblo venezolano para luego ordenar que se les disparara cuando protestaron. ‘El Caracazo’ no sólo fue una respuesta a las medidas empobrecedoras impuestas por el Fondo Monetario Internacional y acatadas por el gobierno de Carlos Andrés Pérez, sino también la expresión popular que no tenía forma de canalizar su descontento ante la corrupción generalizada y la crisis generada por los gobiernos de la democracia representativa” (3).
En lo que tampoco existieron dudas fue en la unanimidad de criterio que demostró la clase dominante y sus distintos laderos a la hora de suscribir las acciones represivas del Estado. En ese sentido, Hugo Fonseca Viso, presidente de Fedecámaras, el sindicato de capitalistas, declararía: “Nosotros creemos que ha sido muy acertada la medida anunciada por el Presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, [se refería a la suspensión de las garantías constitucionales, NdA] en el sentido de que es necesario tomar decisiones para contener las manifestaciones totalmente exorbitadas, fuera de control e innecesarias que se han producido en las últimas horas con pérdidas graves de vidas” (4).
La burocracia sindical adeca no se quedaría atrás y en la voz de César Gil, miembro de la Comisión Ejecutiva de la CTV, achacaría a supuestos “grupos extremistas” los hechos que estaban ocurriendo: “… los últimos incidentes ocurridos en todo el territorio nacional fueron producto de la planificación de grupos irregulares que venían preparando desde hace tiempo esta ola de revueltas y violencia… además señaló [César Gil, NdA] que todo el pueblo venezolano tendrá que ir tomando conciencia sobre la realidad de un país en donde los recursos se han acabado totalmente y se ha transformado en una especie de cuerpo enfermo al cual hay que tratarlo con medicinas muy fuertes para salvarlo” (5).
La “democrática” diputada de AD, “el partido del pueblo”, Paulina Gamus, mentora en ese entonces de la hasta hace poco ministra del Trabajo, María Cristina Iglesias, opinaría que las acciones que se desarrollaban en las calles eran “un aprovechamiento que está haciendo alguna gente, que lejos de contribuir a que el país resuelva los problemas de una manera armónica, lo que están creando son problemas de alterar el orden público y están atentando contra nuestra estabilidad democrática” (6).
Su colega de cargo y partido, el también “demócrata” Carlos Canache Mata, aclaró que “defendería la suspensión de las Garantías Constitucionales”, en las que se apoyó la represión de aquellos días de febrero, “porque están previstas en el artículo 241 de la Carta Magna cuando hay graves circunstancias que afecten la vida económica y social de la Nación” (7).
Mientras el aparato represor del Estado burgués se encontraba aplastando a sangre y fuego a las masas en las calles, ese mismo día 28 una delegación del gobierno socialdemócrata encabezada por el banquero Pedro Tinoco (presidente del BCV) y los ministros Miguel Rodríguez (Planificación) y Egleé Iturbe de Blanco (Hacienda) se arrodillaban ante el capital financiero mundial y firmaban en Washington la Carta de Intención con el FMI. Por la misma el gobierno burgués de Pérez se comprometió a: “a) restricción del gasto fiscal; b) restricción de los niveles salariales; c) unificación del régimen cambiario con paridad unitaria y flotante; d) tasas de interés flexibles y aumento inmediato de los niveles de las tasas de interés reguladas, eliminación de los créditos a tasas preferenciales para la agricultura, establecimiento de las tasas de interés por el mercado tan pronto como fuera posible; e) reducción de los controles de precios; f) postergación de programas de inversión de baja prioridad; g) reducción de los subsidios; h) introducción de un impuesto sobre la venta; i) ajuste de las tarifas de los bienes y servicios provistos por empresas estatales, incluyendo los precios de los productos petroleros en el mercado interno; j) reforma en el régimen comercial, incluyendo la eliminación de la mayor parte de las excepciones en las tarifas y liberalización de las importaciones; k) levantamiento de las restricciones de las transacciones internacionales, incluyendo la inversión extranjera y la repatriación de dividendos” (8).
Consumada la masacre contra el pueblo, saldrían los falderos de la burguesía a “expresar su sorpresa por la reacción de las masas” ante un programa tan “racional” como el del FMI. Moisés Naím, un agente del capital financiero internacional colocado por éste en el gabinete de CAP como ministro de Fomento para que supervisara personalmente la implementación del paquete económico, años después diría cínicamente “que el Caracazo no se debió a que la política económica estuviera fundamentalmente errada, sino a una falla comunicacional por parte del gobierno” (9).
Otro de los miembros de aquel equipo all star del FMI, el ministro de Planificación Miguel Rodríguez Fandeo, también defendería la aplicación del programa neoliberal alegando que no había otra salida para la crisis económica. Evidentemente, estos “genios económicos” que no se cansan de alabar las virtudes de un sistema moribundo e inviable que desde hace más de cien años agoniza de crisis en crisis, en su necesidad de justificar la rapiña de sus amos siempre han sido capaces de decir las barbaridades más insólitas sin siquiera sonrojarse.
Por el contrario, quien los asesoraba en aquel entonces, el economista Jeffrey Sachs, otro burócrata de las instituciones del capitalismo financiero mundial, en 2005 se desdeciría de lo que aconsejaba en 1989: “De algún modo, la actual economía del desarrollo es como la medicina del siglo dieciocho, cuando los doctores aplicaban sanguijuelas para extraer sangre de los pacientes, a menudo matándolos en el proceso. En el último cuarto de siglo, cuando los países empobrecidos imploraban por ayuda al mundo rico, eran remitidos al doctor mundial del dinero, el FMI. La prescripción principal del FMI ha sido apretar el cinturón presupuestario de pacientes demasiado pobres como para tener un cinturón. La austeridad dirigida por el FMI ha conducido frecuentemente a desórdenes, golpes y el colapso de los servicios públicos. En el pasado, cuando un programa del FMI colapsaba en medio del caos social y el infortunio económico, el FMI lo atribuía simplemente a la debilidad e ineptitud del gobierno. Esa aproximación, por fin, está comenzando a cambiar” [el resaltado es nuestro, NdA] (9). Este no es más que un ejemplo del caradurismo y el empirismo de la gente que maneja la economía mundial gracias a la pervivencia del sistema capitalista. Atrás quedaban los 3.000 muertos del Caracazo y todos los que se murieron de hambre en algún rincón olvidado sin entrar en las estadísticas.
A nuestro entender, la insurrección popular de 1989 fue, después de la revolución de 1958 y de las jornadas revolucionarias de 1936, el mayor hito de la lucha de clases de la Venezuela del siglo XX y marcaría el inicio de una nueva situación prerrevolucionaria en el país. Durante esos días explotados y explotadores se enfrentaron a muerte con toda la violencia que suele caracterizar estos momentos históricos, aunque uno de los bandos no lo supiera y concurriera al combate con la enorme desventaja de ir desarmado, sin un programa y sin dirección. Esta situación haría quedar a las masas a merced del odio de su enemigo de clase y condenadas de antemano a la derrota.
Como en una gigantesca escenografía cada acto se iría desarrollando con una previsibilidad casi matemática, lo cual no tenía nada de extraño pues formaba parte de una obra representada muchas veces antes en la historia de la humanidad. Es así como la indignación inicial de los trabajadores ante un nuevo abuso de sus opresores, expresada a través de una protesta pacífica de no aceptar pagar el precio del pasaje, rápidamente se transformó en ira violenta que quemó y saqueó lo que a los ojos de los explotados son los instrumentos directos a través de los cuales los explotadores los expolian silenciosamente cada día: los establecimientos comerciales y los medios de transporte.
De ahí a quemar las edificaciones policiales, primera línea del aparato represor estatal, fue un paso pero de una gran importancia pues dentro de la confusión inicial le dio a la protesta un objetivo más definido al ubicar al Estado en el lugar que le corresponde: como una herramienta de la clase dominante. En la medida que la situación de malestar era generalizada, las primeras acciones en Guarenas pronto se convirtieron en un ejemplo a seguir para el resto de las masas del país que se lanzaron a las calles y le terminarían de dar a las jornadas de febrero su carácter insurreccional.
Por su parte, la explicación a tanta violencia desatada en esos días habría que buscarla en el hecho que en ese acto las masas venezolanas pudieron liberar una buena cantidad de la humillación e impotencia que acumularon durante décadas. La reacción de la clase dominante también era previsible. Luego de la sorpresa inicial, la burguesía y todos sus colaboradores (partidos políticos, medios de comunicación, iglesia, dirigentes sindicales, entre otros) se mostraron con su verdadero rostro, dejaron de lado el discurso demagógico con el que intentan adormecer y seducir al pueblo en períodos electorales, cerraron filas como un solo hombre en torno al gobierno burgués de turno y accionaron el aparato represor de su Estado para aplastar a sangre y fuego a las masas insurrectas. Sin embargo, esta victoria circunstancial de los capitalistas dejó al descubierto el resquebrajamiento que ya existía dentro de la clase burguesa y la debilidad de su régimen, que a partir de aquí se iría desmoronando aceleradamente hasta su caída diez años después.
Los explotadores ya no tenían un control tan firme del poder y los explotados no estaban tan dispuestos a seguirlo siendo. Es por ello que para el proletariado la insurrección de las clases oprimidas en 1989 es una insustituible e invalorable fuente de aprendizaje para futuras luchas, porque en la misma aparecieron nítidamente demarcados los papeles de cada uno de los protagonistas de la lucha de clases en el capitalismo y los elementos subjetivos que determinan la victoria o la derrota, en donde el rol de la organización revolucionaria se vuelve fundamental.
Notas:
  1. VENEZUELA EN LA DECADA DE 1990: GLOBALIZACIÓN, VIOLENCIA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN, Alejandro Mendible Zurita, http://lasa.international.pitt.edu/Lasa2001/MendibleZuritaAlejandro.pdf
  2. Últimas Noticias, 14 de febrero de 1989, pág. 7
  3. http://derechoshumanosunefamonasterio.blogspot.com/2012/01/comoparte-del-recuento-de-las-causas.html
  4. 27-F para siempre en la memoria de nuestro pueblo, Defensoría del Pueblo, Caracas 2011, pág. 165
  5. ibídem, pág. 167
  6. ibídem, pág. 168
  7. http://www.monografias.com/trabajos91/historia-cotemporanea-venezuela/historia-cotemporanea-venezuela.shtml
  8. Ajustes, costos sociales y la agenda de los pobres en Venezuela: 1984-1998, Margarita López Maya y Luis E. Lander
  9. Apostilla a un texto defectuoso, Luis Enrique Alcalá, http://doctorpolitico.com/?p=18176
Tomado de: http://www.elmilitantevenezuela.org/index.php?option=com_content&view=article&id=7415:a-25-anos-de-la-insurreccion-popular-del-27-de-febrero-de-1989&catid=1023&Itemid=171&utm_source=twitterfeed&utm_medium=twitter